Si pensaban que se iban a librar de otra extensa (aunque no tanto) entrada cargada de polvo y fas sostenidos, se equivocaron.
Hubo un verano (nunca tan lejano) que ya he olvidado, y el gigantesco canguro de colores que había presidido los dominios de la Era (con permiso del barco vikingo, siempre el más alto) ha debido ser montado y desmontado cientos de veces desde entonces. Nunca vi nada brillar de esa manera: "Rey de la Feria", le bauticé. Los demás se balanceaban en el interior de los cacharros, que subían y bajaban al compás de algún éxito de temporada de desagradables acordes (yo que odiaba el estofado en salsa de los Europe, nunca lo eché tanto de menos) mientras el polvo rojo de la tierra iba ascendiendo hacia lo alto, tal vez para lijar la luna.
La sensación de vértigo llevaba ya unos días desarrollándose, mutante y silenciosa, en la espiral de mis enzimas. La maldita cuenta atrás...
Creo que el cambio empezó precisamente en ese mismo instante, cuando ya había muchas atracciones cerradas o a punto de cerrarse. Éramos los últimos visitantes y los hijos del feriante recogían las colchonetas de la jaula mientras el padre, tan sólo diecisiete, quizá menos, como un autómata, perfecto en sus movimientos, realizaba las acciones que noche tras noche, año tras año, le habían inevitablemente forjado como lo que era, y de lo que no creo que jamás uno pueda desprenderse. Los niños ríen, el padre no. Llegará un día en que ninguno lo haga.
La huella del tiempo (un tiempo distinto al que jamás ninguno de nosotros, sedentarios babuínos, podremos aspirar) no sólo se hace visible en su piel, atraviesa las entrañas y las configura en ecuaciones que nos parecen obtusas siendo magia, de magiar: pueblo nómada que persevera en su perderse recorriendo los caminos, todos, dueños de la montaña y la estepa.
Pronto, no habrá más miradas esfíngeas desde cigarrillos gastados sobre comisuras de arrugas, ni caravanas, pañuelos y aros, también años; o Rey Canguro con piel de plástico que desmontar, ni perros callejeros moviendo el rabo con ojos suplicantes, jadeantes, valientes frente al extraño. Creo que amos y perros están cansados ya de que el mundo corra tanto.
Con la crisis, no hay orquestas (sólo orquestas baratas, que es peor que sino las hubiera) porque aunque "Rafa Acapulco y los que le salen del culo" o "Los Tarantinos de pacotilla" tengan nombres con cierta gracia, si tocaran en el Infierno lo reventarían: todos los demonios, alados o no, huirían a pedir perdón por sus pecados para escapar de tan horrendo castigo.
Quería poneos un vídeo de Mike Laure o algún otro por el estilo (culpables todos ellos de que los ritmos cumbianos que han dado lugar a algunas de las más odiadas canciones jamás escritas sigan persistiendo en las orquestas que recorren todos los pueblos patrios desde entonces, ¡Manda cojones!), pero aunque los vídeos están curiosos no soporto el empalagoso soniquete de la cumbia (así que si os interesa, buscadlo, pero no me lo contéis), por lo que aquí os dejo uno de Los Puntos, igual de ñoño pero con una canción que me viene al pelo para ilustrar estas líneas.
Y cuando uno piensa que lo mejor que le puede ocurrir es que se acabe el verano (incluyendo las comentadas fiestas locales de las que nadie se puede escapar), y llegue la lluvia y el viento, y el frío congele los recuerdos que no sirven para nada, y el cuerpo deje paso al disfraz, resulta que de repente, en la noche, sucede algo inesperado que lo cambia todo.
Y no es, el verano que vuelve, el cambio. Sino algo más profundo que sucede en esa estructura mental, hecha a base de vínculos, que cada uno posee, creo, aunque no hay constancia de que eso sea cierto en todos los casos: conozco seres humanos que tienen la estructura interna de una ameba, quizá sean de otra especie, más dañina y asquerosa, que habría que exterminar con urgencia para evitar que fagociten el planeta, regurgitándonos la podredumbre de sus almas.
En el lugar del cambio sólo hay piedras y hierba, y una luz amarilla que no es de día sino de eones. Y sobre un escenario, desafiando a la lógica que se esconde tras las grietas de las puertas, interrumpiendo mi discurso interno sobre el futuro, me cuentan tres seres abisales, armados de cuerda y metal, que no, que el futuro no existe y que el final siempre está cerca. Que ya basta de tanta gilipollez, y que tú vales mucho nena, que tienes la verdad en el corazón, y si no, pues te la sacas por la boca. Y cerré los ojos y abrí la boca y la música entró a través de mi garganta y estalló en mis pulmones y ya no fui más yo sino otra que no era ninguna salvo yo.
Así que lo comido por lo servido, y en otro evento popular veraniego encontré una buena pregunta a algunas de mis respuestas. Se llaman Kayser Sozé, tres máquinas de matar el miedo a base de notas mágicas, desde la tierra roja profunda, hasta el hondo cielo purpúreo aún más profundo, el más profundo del mundo. ¡Que viva la Psicodelia!
Fotos: Jose Manuel Valero
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